21/5/13

El Arte, oh, el Arte...



¿Y qué es el Arte, Maestro?

Es muy evidente que tampoco tengo yo respuesta para esta pregunta.; que no estoy preparado para responder nada cuando me cuestionan –a veces con malicia– sobre la materia. No diré que me ponga yo a temblar, porque tampoco es tan fácil que me ponga yo a temblar, pero sí que me produce preocupación no decir nada que esté a la altura de la pregunta.

Si yo fuera un teórico del Arte (con mayúscula), siempre podría contestar aquello de: “Es necesario un libro entero, un libro muy voluminoso para que yo le conteste a Vd. esa pregunta”, que es lo mismo que no decir nada. Como no es ese mi caso, suelo responder cosas muy sencillas. Cosas muy básicas. Suelo decir tres, cuatro palabras sobre la materia, porque preguntar sobre el Arte es como preguntar sobre Dios, sobre Cristo. Es lo mismo. Si quien pregunta no tiene eso que llamamos “Fe” (con mayúscula), sobran hasta las cuatro palabras que yo uso para explicarlo, da igual cuál sea la respuesta; porque estaremos perdiendo el tiempo. NO vamos a dejar a la persona satisfecha.

¿Estoy diciendo que definir –hablar sobre– lo que el Arte sea, es un asunto de Fe? Si, claro. Eso estoy diciendo. Estoy diciendo que para que una obra, un texto me llegue como Arte, he de creer que entra en mí, me besa, me toca… He de poder creer que una Menina no es una monstrua, enana, espantosa, sino una bendición que me ilumina el alma, y he de creer que produce en mi alma un asombro, y he de creer que esa representación de Velázquez puede hacer que me paralice, que no quiera salir del museo, que quiera quedarme allí para siempre…Y he de poder creer que una “gorda” de Botero es un milagro de Dios, es una inspiración divina, algo que es capaz de producir un choque múltiple de coches al dar la vuelta en Colón (Madrid) al torcer a la izquierda hacia la calle Génova, pues es ahí donde pude dar un día dos vueltas de campana, al toparme con esa figura de bronce salida de las manos de Botero, el escultor colombiano.
Si no tengo Fe –si no creo– en el “texto/caricia”, no podré jamás creer en el Arte. Un día fui a ver el Guernica, y coincidí con un señor que visitaba el cuadro con su hijo pequeño, y le hacía apuntar todo lo que él creía que aquello representaba…  Ese niño me dio algo de pena, porque el padre estaba impidiendo que más tarde, otro día, ya con más edad, ese niño pudiera descubrir el ASOMBRO que produce ver ese cuadro, que pudiera afirmarse en su acto de fe en aquello que Picasso nos ha dejado para admiración de los siglos.

El Arte es la creencia en lo divino –cuando no estoy añadiendo connotaciones religiosas a esa palabra–; es creer en lo que nos TRANSFORMA; creer en la fascinación que puede producir en unos jóvenes protagonistas –o en los ojos de quienes los miren– una escena que tenga cuatro elementos, a saber: una playa/una muchacha o un muchacho/un muchacho o una muchacha y/una mirada. Si tenemos la suerte de ver eso, estamos teniendo la suerte de ver el milagro del amor, el milagro de la fe, el milagro del Arte.

Claro que antes de todo esto, podemos decir –podemos exclamar–: "¡Bah, qué tontería!".

Pero no haría desaparecer el milagro del Arte o el del Amor. Eso liquidaría –desautorizaría inmediatamente– a la pobre persona que lo dijera… Que dijera “¡Bah, tonterias!", delante del David de Miguel Ángel. O "¡Bah,tonterías!", tras escuchar una buena interpretación del concierto número 3 para piano de Rachmaninov. O un poema de Cernuda. O una canción de Jim Morrison. Porque todas esas cosas juntas o por separado son lo Absoluto, son lo que nos diviniza, lo que nos permite seguir vivos. Y eso es el Arte: eso que nos permite a todos seguir vivos.

22/4/13

NO RAZONÉIS LA NECESIDAD





"¡Oh!, no razonéis la necesidad; los más bajos mendigos
tienen en lo más pobre algo superfluo.
No permitáis a la Naturaleza más de lo que la Naturaleza necesita
y la vida del hombre será tan insignificante como lo es el de las                                                                                                [bestias]".


(El rey Lear, II.4)


Éstas son las palabras con las que el rey Lear replica a sus hijas Gonerill y Regan cuando le discuten el número de caballeros que él –rey ya desposeído, por anticipar el reparto de su herencia– necesita a su servicio.

¿Qué necesitamos que nos quede cuando ya nada tenemos, cuando todo lo hemos dado, cuando todo nos lo han sustraído? Si éramos dueños de todo, si era inmensa nuestra fortuna –y todavía nos parecía poca–, ¿qué hemos de retener tras repartir nuestro patrimonio, en vida, por generosidad o por estupidez? ¿Qué habrán de darnos quienes ya disfrutan de la parte que les ha correspondido?

El rey pretende quedarse con cien caballeros. Gonerill le propone que sean cincuenta, si su pretensión es vivir con ella. El rey se resiste –como un niño a quien amenazan con quitarle sus juguetes– y Regan, la otra hija, todavía aprieta más. Le propone que para ir con ella, el número de caballeros no debe ser superior a veinticinco. El viejo rey, "niño" al fin, se resiste y su "inmadurez" todavía produce una agresión nueva, escupida por la boca de Gonerill, que ya no ofrece cincuenta y que cuestiona, malévola:


                                                                              "Mi Señor
¿Y qué necesidad tenéis de veinticinco, de diez o de cinco,
para que os acompañen a una casa donde el doble de ellos
tienen la orden de serviros?"


En ese preciso instante se produce el grito, la sentencia que todos conocemos, y que hoy me hace reflexionar:

"¡No razonéis la necesidad!"


Es el destino del desposeído. No solo no tener lo que antes tenía –acaso con abundancia–, sino no tener nada. No tener derecho a tener nada. Que resulte vergonzante que el desposeído “necesite” algo. Por qué y para qué tiene un desposeído que necesitar algo, habiéndose inventado el mundo eso que llaman caridad, que casi siempre resulta ser desprecio. ¿No le suena a Vd. eso de: "Mira a ése, no tiene un euro, pero ahí está en el bar: a él que no le quiten sus cafecitos con los amigos"? O eso otro que hace poco vi cuando un mendigo, sentado en el suelo, acompañado por dos perros tiñosos, sacó de pronto un teléfono móvil… –"¿Dígame?"– pudimos oír, atónitos. Y luego, eso otro que espetó un respetable caballero: "Ahí lo tienen Vds. Ahí está él. Mendigando… Pero eso sí, que el móvil no le falte. ¿Para qué querrá un móvil un mendigo?".

Para nada. Claro está. Acaso para poder decir lo único que puede hacer un mendigo, en su miserable estado. Para poder decir: "¿Dígame?". Que no es poco, para un desheredado.




15/4/13

Sobradamente preparados



Hoy he tenido el placer de escuchar al Prof. Juan Juliá –Rector hasta dentro de unos días de la Universidad Politécnica de Valencia en su comparecencia en el “Consell Valenciano de Cultura”, para informar sobre la Universidad y la Ciencia. Tras dejar claras las diferencias entre los Centros que imparten docencia universitaria (mal llamados Universidades “privadas”) y la Universidad, donde la investigación debe presidir la actividad de la comunidad académica, ha habido tiempo para repasar cosas que solemos oír sobre si sobran universidades en España, si hay demasiados universitarios, o la cacareada cuestión sobre el exceso de preparación que se exige, o sobre esa necia afirmación que grita que los jóvenes –para cubrir las pocas vacantes laborales que el mercado ofrece están “sobradamente preparados”.


Nadie está “sobradamente preparado”. Es la empresa, y la avaricia, y la ignorancia, y la estulticia, las que han hecho que ese grito haya llegado a ser la forma de llamar a toda una generación que se está perdiendo. Ni sobran universidades en España (de hecho vamos a la cola del mundo en ese asunto y en otros muchos), ni sobran universitarios, ni es de recibo decir que muchos deberían hacer enseñanza profesional, porque falta mano de obra especializada y sobran universitarios. Si falta mano de obra especializada, será porque falta, pero no porque sobren los otros. Lo que aquí sobra son ignorantes y avaros. Y lo que falta es vergüenza ajena. Y si las cosas fueran como deben ser, no estarían absorbiendo las universidades y empresas extranjeras lo más granado de nuestros titulados superiores o los técnicos y especialistas profesionales.

Aquí nada sobra. Diré mejor: aquí todo falta. Falta que la sociedad respete a quienes estudian y les tengan en gran consideración. Falta gallardía en los empresarios y en los políticos que dejan que los “sobradamente preparados” sean materia de exportación a otros países más respetuosos con el talento que nosotros. Falta que la Ciencia y las Humanidades caminen juntas. Falta un sistema de becas y préstamos/ayudas, para que no se quede fuera de la especialización nadie que tenga tesón y talento. Y falta que quienes tienen de sobra, paguen las tarifas que sus rentas pueden permitirse.


Estamos protestando por muchas cosas, en esta España en crisis (antes teníamos que haber comenzado a protestar). Protestamos –y con razón por cosas que claman al cielo en estos momentos: desempleo, pensiones, desahucios… Pero no se oyen voces que protesten contra la ignorancia, contra los que no permiten el desarrollo de la Ciencia, contra los que impiden el avance de las Artes… ¿Por qué siempre hay algo que resulta más rentable que la Ciencia para quienes ostentan el poder? ¿Por qué siempre hay algo más urgente que el bienestar social o la excelencia universitaria?

¿Dicen que sobran Universidades? ¿Que sobran universitarios? Es vergonzoso que esto se diga en un país –el nuestro que no invierte en educación la parte que le corresponde de acuerdo con el Producto Interior Bruto; en un país que todavía no ha aprendido a contener el gasto público.

Anoten esto: aquí no sobra de nada. Aquí en todo caso falta de todo. Hasta la necesaria vergüenza, falta.

14/4/13

EL RUMOR DE LA VIDA : “¡Oh, esa Certeza…!”




A veces, en ocasiones, mis queridas amigas, mis queridos amigos, ocurre que la razón por la que nos habíamos aproximado a alguien, será la razón por la que poco más tarde nos retiramos de forma decisiva, contundente… Nos atraía ese “aquél”, esa cosa especial, que la persona en cuestión tenía, y es ese “aquél” –¡oh, peligrosa belleza de lo nuevo, de lo desconocido! que esa persona tenía, lo que hace que de pronto nos hastíe, de forma inexplicable. O sea, que la excitante belleza de lo nuevo, de lo desconocido, acaba por hartarnos. Significa eso que era la novedad lo que nos atraía, para luego comprobar que no siempre lo más excitante resulta ser lo más práctico.

Apliquen Vds. esto al ámbito que quieran: al de las relaciones sociales, las laborales, a las relaciones de amistad… Aplíquenlo al ámbito del amor, y sabrá Vd. lo que es bueno. Sabrá Vd. que es la certeza sobre nosotros mismos la que cuenta, y que todo lo demás no son sino espejismos de la mente.


La cercanía, la vecindad de los mitos, hace estragos en nuestra mente, en las relaciones. Y la propia estupidez, la estupidez propia, que se instala en nosotros cuando nos acercamos a quien parecía insólito, asombroso, todavía lo convierte todo en peor.


No acabamos de escarmentar en cabeza ajena, no acabamos de aprender la lección. Todos tropezamos dos, tres, más veces, en la misma piedra: la de la fascinación. Todos decimos algún día “¡Oh, esa certeza!”, cuando llega alguien nuevo/a a nuestras vidas, sin llegar a sospechar que la certeza que nos hizo aproximarnos, es la que va a hacer que nos alejemos… Y es que no acabamos de aprender que lo elegido de forma natural, es lo que madura con el tiempo, con absoluta certeza.

(¿Es eso realmente así?).


Todo lo demás es espejismo, delirio –nos gusta el delirio, ¿cierto? y no podemos evitar que sea eso lo que nos empuja hacia los demás, sin considerar que la “certeza” –la que de verdad es cierta es la de quien se queda al lado, velando por nosotros, a lo largo del tiempo.


Pero Dios me libre de dar sermones, porque me gustaría poder pensar que nada me da derecho a negarle a vd. el derecho a equivocarse, ya que también en eso consiste ser libre ¿recuerda Vd. a Cernuda?: “Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien cuyo nombre no puedo oír sin escalofríos…”–. Y si lo recuerda, no es ésa otra certeza: la de no sentir certezas?

Sólo me he atrevido a entrar en la cuestión por si equivocarse le produce a Vd. miedo. Si no es así, tenga Vd. la certeza de que la mejor certeza, es la certeza de no haber tenido nunca la necesidad de sentir ninguna certeza. O acaso la mejor de todas sea la “certeza” de haberlas sentido todas, al mismo tiempo, revueltas, confundidas.

8/4/13

EL RUMOR DE LA VIDA: "LENGUA MADRE"



Querida amiga mía, cuando a uno le preguntan qué lengua hablas, siempre se quiere decir “cuál es tu lengua madre”. A nadie le preguntan “cuál es tu lengua padre”. Es curioso. Yo acabo de darme cuenta. Vd. se había dado cuenta ya, imagino, porque lo que esto quiere decir es muy elemental. Lo que quiere decir –le guste a quien le guste, o no le guste a quien no le guste– es que vd. es la “depositaria” del idioma, la gerente de la lengua, el lenguaje, los lenguajes (aunque esto último nos llevaría más lejos)… Sí, mi querida amiga, de vd. depende, y no de mí ni de su marido, de vd., que la sociedad cambie. De vd. es el protagonismo y la responsabilidad, porque hacemos lo que hablamos –y decimos que vamos a hacer–, y hablamos lo que hacemos sin hablar lo que tenemos que decir (qué lío, ¿no?)...

Y si vd. amiga querida, educa hijos cultos, tendremos en el país ciudadanos cultos, y si vd. educara –Dios no lo permita– acémilas, tendríamos en el país rebuznos por todas partes. Y si hace a sus hijos tolerantes, pues tendremos ciudadanos no homófobos, no xenófobos y respetuosos con el grave asunto de las violaciones, los asesinatos, los maltratos, que no son sino síntomas de algo profundo, algo que se pierde allá en la oscuridad del lenguaje, y que se llama odio, complejo de inferioridad, mala educación, mala sangre, mala crianza.

Me temo, querida amiga mía, que ya que en este país, todo lo que he antedicho no está incluido en el sistema educativo –cómo es posible que eso ocurra–, me temo, digo, que es Vd. y nadie más, quien se ocupa de asuntos tan graves: ni siquiera el padre –por aquello de que la lengua no se llama “lengua padre”, y por aquello de que el hombre suele perderse en las brumas de la incompetencia en cuanto a hijos se refiere, dedicado como está a los asuntos del deporte, el fútbol en la tele o los asuntos de la ternura, que es una nueva moda que se alimenta y fragua a la diestra de Dios Padre y que antes, amiga del alma, era donde Vd. se encontraba, donde Vd. tenía tiempo para fraguarla.


“Lengua madre”, sí, señora mía, amiga querida. Hasta que sus hijos, cumplidos los treinta –digamos los treinta– pasan a ser asunto del padre, pero siguen hablando “la lengua madre” y ya es tarde. Y el padre ya no sabe qué diccionarios usar, o qué traductores online elegir para entender el bantú –sin ánimo de ofender– que los hijos hablan y que ya no es realmente “Lengua madre” –aunque antes lo fuera– y que ya no es tampoco “lengua Padre", porque nunca lo fue.


Y cómo llamaríamos a esa nueva lengua –ya lejos de su responsabilidad– que algunos hablan y que sirve para llenar –con vocablos equívocos, de doble filo–, llenar, digo, el mundo de miseria, y de miserias: y ahí sí que hemos de lamentar, querida mía, que quienes hacen eso no son solo aquellos que fueron sus hijos, sino también quienes fueron y son hijas.


Qué nombre debería tener el idioma del horror, las palabras del odio: ¿“Lengua Madre”? Es evidente que no. Si acaso, podríamos llamar a esa lengua con la que nos engañan: “Lengua de bastardos”.

NOTAS PARA MIS ACTORES, ACTRICES (2-NUEVA ETAPA): "Prisioneros del texto"


Prisioneros del texto. Así os quiero. Tenéis que quedaros presos, ahí, dentro de un personaje. Prisioneros de un texto. Si somos prisioneros de un texto, no soportaremos no hacerlo, no vivirlo, no interpretarlo. El texto es sabio, como un secuestrador. El texto es seductor e insistente. Es duro, apasionante, cruel y tierno a la vez. El resultado es que nos enamoramos de él. No querremos que nadie venga a salvarnos. ¿Cómo, salvarnos? Llega el “salvador” -siempre un familiar del mundo exterior- y nos dice: ‘Por fin te hemos encontrado, hija, ven’. Y la hija se siente morir porque no quiere irse. O sea, la hija no quiere salir porque se ha enamorado del secuestrador. De nuevo, es el síndrome de Estocolmo.

   Yo no quiero salir del escenario porque me he enamorado del texto, porque es terco, y tiene forma, y su forma -lo noto- es bella. El secuestrador tiene forma, tiene cuerpo y nos enamora. Y el texto también tiene forma, y la forma también nos enamora. La forma produce imágenes... La palabra, pues, es como un cuadro, una imagen; tiene cuerpo, ocupa sitio dentro de mí. Y surge la emoción y me invade. Y se produce una reacción química en mi cuerpo y me transforma; ya no seré jamás la misma persona. Seducido como estoy por el texto, el cuerpo. Pensad siempre y sentidlo, es muy sencillo y divertido, pensad en un secuestrador cuyo cuerpo vemos como divinizado, como si hubiéramos alcanzado lo Absoluto, que eso es un personaje: alguien con quien alcanzamos lo ABSOLUTO.

7/3/13

HOMOSEXUALES e INÚTILES: El Rumor de la Vida (2)






He sabido que alguien ha dado opiniones sobre el amor entre personas del mismo sexo. Y lo ha hecho -me dicen- de forma insultante para todos aquellos que no pueden procrear, porque -me dicen, insisto- que quien ha dado esas opiniones negativas, se ha basado en el hecho de que dos personas del mismo sexo no pueden tener descendencia. Y, claro, además de los homosexuales -por lo visto tratados como inútiles- hay muchas otras parejas que no pueden procrear; parejas convencionales, formadas por un hombre y una mujer. Parejas que con frecuencia sufren por no poder tener hijos, y luchan por conseguirlo, y merecen respeto. Merecen todo nuestro amor, pues es el amor lo que les une, y lo que les lleva a luchar juntos, a apoyarse, como ocurre con las parejas del mismo sexo, que han decidido hacer frente juntos, a la vida, al dolor y al gozo de vivir.

¿Cuál es el problema?
El amor, fuere como fuere ¿es un problema?
Bueno, sí. Es un problema para los amargados, los homófobos, los que no soportan los gestos del amor. Para esos es un problema muy grave.

Esto me ha hecho pensar y he tomado algunas notas. He recordado que tenía cosas escritas sobre los gestos de la vida, los gestos del amor, en algún cuaderno de esos que pierdo y vuelvo a encontrar, para perderlos otra vez. No he encontrado las notas, pero sí un poema que me envió mi amigo Juan, y que tiene que ver con esas declaraciones contra el amor, o el matrimonio entre personas del mismo sexo. Es algo sobre dos muchachos que mi amigo vio en el metro. Os lo transcribo. Curioso el título del poema, que dice:

KEVIN AMA A IVÁN
(Metro Retiro Madrid)

Los dos son jóvenes. Muy jóvenes.
Y llenos de deseo. Dos chicos
en el metro, llenos de amor, y deseo. 
Comienzan a acariciarse el amor les apremia
y a buscarse. Los dos son muy jóvenes. Y es
evidente que son el uno para el otro; que
el amor urge impulsa a uno y al otro. 
Los dos son muy jóvenes. ¿Es acaso eso
un problema? Y si lo fuera, ¿en qué lugar
del infierno estaría ese problema? En ninguno. 
Porque no es un problema. Pero en
el vagón del metro casi vacío ¡oh, escándalo
público! hay gente amarga que mira. Los miran
indignados ¿han amado ellos alguna vez?
y murmuran, los despellejan, cuchichean.
Y ellos –los dos son muy jóvenes bien lejos 
de esas miradas,
y de la insidia, acarician –apretándolas
muy fuerte sus manos, por si el amor escapara.

¿Es esto que aquí pone, un problema?
Sería gracioso que uno de esos dos muchachos fuera hijo de alguno de esos tipos de aspecto y verbo amargo.


4/3/13

WERTHER : Breviario de Amor



Hace ya años, le regalé a uno de mis hijos el WERTHER de J.W. Goethe (suelo regalar siempre a la gente los mismos libros: Quijotes, cosas de Shakespeare, poemarios de Ausiàs, Cernudas, Cavafis, y el Werther…) y le recomiendo que haga Vd. lo mismo, que vaya corriendo a una librería y le regale a su hijo o a su hija un Werther.

Nadie que no haya amado intensamente puede entender ese libro. Es momento, pues, de que lo pase Vd. a sus hijos –seguro que ya han amado a alguien intensamente– para que ellos aprendan de Vd. y Vd. de ellos que la vida sin haber amado intensamente es un chiste de mal gusto, que la vida, vivida para “triunfar” es lo más absurdo del mundo; que lo más grande que podemos llevarnos a la tumba es haber amado como locos.

Werther no es el único amador del mundo. Su caso se repite, es un bien común, pues la pasión no es en modo alguno una “invención poética”, como muy bien nos muestra ese libro: la pasión es patrimonio –por fortuna– de los muy cultos y de los sin cultura. Nadie es  tan ignorante –quiero pensarlo así– como para no haber sentido nunca una pasión auténtica. Podría decirse que esa es la verdadera medida del ser humano, y yo no llamaría “ser humano” (perdone Vd. por esta afirmación tan rotunda) a aquel que no haya amado intensamente.

Haga como le digo, se lo ruego: compre mañana ese libro para que lo lean sus hijos. Hágalo urgentemente. Es lo mejor que puede regalarles. Tuve la suerte de crecer junto a unos padres de corta economía –pero de muy larga cultura– que me regalaban libros y teatros de cartón para que yo aprendiera a montarlos. Y hasta recuerdo que mi abuela Delfina (como maestra de escuela que había sido) me obligaba a leer (y lo hacía teniéndome sentado o amarrado, junto a ella) cosas de Goethe y hasta de Tolstoi (siempre la tuve por algo rara) y hoy entiendo el regalo que me hacía con su “exigencia”. Hoy lo entiendo, claro está, porque es ahora cuando puedo entender que estamos obligados a mostrar a nuestros hijos el mundo. Y el mundo es menos mundo sin libros, sin haber amado intensamente como Werther lo hace en su Breviario de amor…


NOTA: “YO SOY EL AUTOR” (Manuel Ángel CONEJERO)




Todo lo que hago yo es que la fotocopia -la que traigo a clase -, vaya a mi cuerpo, si transformo el material que tengo en la mano, si lo asimilo, si lo macero dentro de mí, si lo respiro. Esa fotocopia por sí sola no va a hacer ningún milagro, y actuar es hacer milagros.
 Si lo que tengo en la mano es parte de un libro que he traído –sí, le llaman teatro, que le llamen como quieran–, si está en el libro no es todavía teatro, es pre-texto para el teatro, porque el teatro es un acto escénico. Por eso por un lado se puede estudiar literatura dramática en una universidad, saber mucho de literatura dramática, de textos en el libro. Pero el arte de la representación es un arte distinto. Son especialidades distintas en todas las universidades cultas del mundo. Y en las escuelas de Arte Dramático, antes uno traía la fotocopia, la leía, y de vez en cuando hacía algo con su voz, con su cuerpo.Y no es es
Finalmente, con el tiempo, llegaremos a entender lo que tenemos que hacer. Ya se entendió en el siglo XVII, pero se había olvidado. La gente se puso a leer, a hacer comedias, a leer en el escenario, a decir lo que pone en el libro, a decirlo por decirlo, no a transformarlo, no a transformarse por dentro como actores.... Si no nos transformamos por dentro como actores a partir de la palabra, a partir del verso, no hacemos nada. Y de verdad una palabra puede hacer que me transforme. 
Una palabra, he de respirarla, he de meterla en mi cuerpo, he de invadir mi cuerpo de sueños, de ensoñaciones. Soy un soñador y el sueño del autor solo puede macerarse dentro de mi cuerpo y a partir de ahí, de la palabra, del verso –que es donde se origina– surge el acto escénico, el acto de la interpretación, la representación. En la representación somos necesarios. En el libro, no. En el libro, el autor es el necesario.
 ¿Y en el escenario? Ahí, el autor no cuenta. En el escenario, yo soy protagonista. El autor es protagonista en su libro. Sin mí, no hay autor. Yo soy el autor. Yo hago los milagros, si los hago. De mil maneras voy explicando mi teoría, mi manera de entender esto. Yo hago los milagros, si los hago. Si no los hago, no soy actor. Si no impacto a quien me mira, no hay actuación, ni ceremonia. Si no golpeo al espectador en la cabeza, si no paso de mí a él, no hay milagro, no hay nada.