A veces, en ocasiones, mis queridas amigas, mis queridos amigos, ocurre que la razón por la que nos habíamos aproximado a alguien, será la razón por la que poco más tarde nos retiramos de forma decisiva, contundente… Nos atraía ese “aquél”, esa cosa especial, que la persona en cuestión tenía, y es ese “aquél” –¡oh, peligrosa belleza de lo nuevo, de lo desconocido!– que esa persona tenía, lo que hace que de pronto nos hastíe, de forma inexplicable. O sea, que la excitante belleza de lo nuevo, de lo desconocido, acaba por hartarnos. Significa eso que era la novedad lo que nos atraía, para luego comprobar que no siempre lo más excitante resulta ser lo más práctico.
Apliquen Vds. esto al ámbito que quieran: al de las relaciones sociales, las laborales, a las relaciones de amistad… Aplíquenlo al ámbito del amor, y sabrá Vd. lo que es bueno. Sabrá Vd. que es la certeza sobre nosotros mismos la que cuenta, y que todo lo demás no son sino espejismos de la mente.
La cercanía, la vecindad de los mitos, hace estragos en nuestra mente, en las relaciones. Y la propia estupidez, la estupidez propia, que se instala en nosotros cuando nos acercamos a quien parecía insólito, asombroso, todavía lo convierte todo en peor.
No acabamos de escarmentar en cabeza ajena, no acabamos de aprender la lección. Todos tropezamos dos, tres, más veces, en la misma piedra: la de la fascinación. Todos decimos algún día “¡Oh, esa certeza!”, cuando llega alguien nuevo/a a nuestras vidas, sin llegar a sospechar que la certeza que nos hizo aproximarnos, es la que va a hacer que nos alejemos… Y es que no acabamos de aprender que lo elegido de forma natural, es lo que madura con el tiempo, con absoluta certeza.
(¿Es eso realmente así?).
Todo lo demás es espejismo, delirio –nos gusta el delirio, ¿cierto?– y no podemos evitar que sea eso lo que nos empuja hacia los demás, sin considerar que la “certeza” –la que de verdad es cierta– es la de quien se queda al lado, velando por nosotros, a lo largo del tiempo.
Pero Dios me libre de dar sermones, porque me gustaría poder pensar que nada me da derecho a negarle a vd. el derecho a equivocarse, ya que también en eso consiste ser libre –¿recuerda Vd. a Cernuda?: “Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien cuyo nombre no puedo oír sin escalofríos…”–. Y si lo recuerda, no es ésa otra certeza: la de no sentir certezas?
Sólo me he atrevido a entrar en la cuestión por si equivocarse le produce a Vd. miedo. Si no es así, tenga Vd. la certeza de que la mejor certeza, es la certeza de no haber tenido nunca la necesidad de sentir ninguna certeza. O acaso la mejor de todas sea la “certeza” de haberlas sentido todas, al mismo tiempo, revueltas, confundidas.
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