Y si vd. amiga querida, educa hijos cultos, tendremos en el país ciudadanos cultos, y si vd. educara –Dios no lo permita– acémilas, tendríamos en el país rebuznos por todas partes. Y si hace a sus hijos tolerantes, pues tendremos ciudadanos no homófobos, no xenófobos y respetuosos con el grave asunto de las violaciones, los asesinatos, los maltratos, que no son sino síntomas de algo profundo, algo que se pierde allá en la oscuridad del lenguaje, y que se llama odio, complejo de inferioridad, mala educación, mala sangre, mala crianza.
Me temo, querida amiga mía, que ya que en este país, todo lo que he antedicho no está incluido en el sistema educativo –cómo es posible que eso ocurra–, me temo, digo, que es Vd. y nadie más, quien se ocupa de asuntos tan graves: ni siquiera el padre –por aquello de que la lengua no se llama “lengua padre”, y por aquello de que el hombre suele perderse en las brumas de la incompetencia en cuanto a hijos se refiere, dedicado como está a los asuntos del deporte, el fútbol en la tele o los asuntos de la ternura, que es una nueva moda que se alimenta y fragua a la diestra de Dios Padre y que antes, amiga del alma, era donde Vd. se encontraba, donde Vd. tenía tiempo para fraguarla.
“Lengua madre”, sí, señora mía, amiga querida. Hasta que sus hijos, cumplidos los treinta –digamos los treinta– pasan a ser asunto del padre, pero siguen hablando “la lengua madre” y ya es tarde. Y el padre ya no sabe qué diccionarios usar, o qué traductores online elegir para entender el bantú –sin ánimo de ofender– que los hijos hablan y que ya no es realmente “Lengua madre” –aunque antes lo fuera– y que ya no es tampoco “lengua Padre", porque nunca lo fue.
Y cómo llamaríamos a esa nueva lengua –ya lejos de su responsabilidad– que algunos hablan y que sirve para llenar –con vocablos equívocos, de doble filo–, llenar, digo, el mundo de miseria, y de miserias: y ahí sí que hemos de lamentar, querida mía, que quienes hacen eso no son solo aquellos que fueron sus hijos, sino también quienes fueron y son hijas.
Qué nombre debería tener el idioma del horror, las palabras del odio: ¿“Lengua Madre”? Es evidente que no. Si acaso, podríamos llamar a esa lengua con la que nos engañan: “Lengua de bastardos”.