Prisioneros del texto. Así os quiero. Tenéis que quedaros presos, ahí, dentro de un personaje. Prisioneros de un texto. Si somos prisioneros de un texto, no soportaremos no hacerlo, no vivirlo, no interpretarlo. El texto es sabio, como un secuestrador. El texto es seductor e insistente. Es duro, apasionante, cruel y tierno a la vez. El resultado es que nos enamoramos de él. No querremos que nadie venga a salvarnos. ¿Cómo, salvarnos? Llega el “salvador” -siempre un familiar del mundo exterior- y nos dice: ‘Por fin te hemos encontrado, hija, ven’. Y la hija se siente morir porque no quiere irse. O sea, la hija no quiere salir porque se ha enamorado del secuestrador. De nuevo, es el síndrome de Estocolmo.
Yo no quiero salir del escenario porque me he enamorado del texto, porque es terco, y tiene forma, y su forma -lo noto- es bella. El secuestrador tiene forma, tiene cuerpo y nos enamora. Y el texto también tiene forma, y la forma también nos enamora. La forma produce imágenes... La palabra, pues, es como un cuadro, una imagen; tiene cuerpo, ocupa sitio dentro de mí. Y surge la emoción y me invade. Y se produce una reacción química en mi cuerpo y me transforma; ya no seré jamás la misma persona. Seducido como estoy por el texto, el cuerpo. Pensad siempre y sentidlo, es muy sencillo y divertido, pensad en un secuestrador cuyo cuerpo vemos como divinizado, como si hubiéramos alcanzado lo Absoluto, que eso es un personaje: alguien con quien alcanzamos lo ABSOLUTO.