"¡Oh!, no razonéis la necesidad; los más bajos mendigos
tienen en lo más pobre algo superfluo.
No permitáis a la Naturaleza más de lo que la Naturaleza necesita
y la vida del hombre será tan insignificante como lo es el de las [bestias]".
(El rey Lear, II.4)
Éstas son las palabras con las que el rey Lear replica a sus hijas Gonerill y Regan cuando le discuten el número de caballeros que él –rey ya desposeído, por anticipar el reparto de su herencia– necesita a su servicio.
¿Qué necesitamos que nos quede cuando ya nada tenemos, cuando todo lo hemos dado, cuando todo nos lo han sustraído? Si éramos dueños de todo, si era inmensa nuestra fortuna –y todavía nos parecía poca–, ¿qué hemos de retener tras repartir nuestro patrimonio, en vida, por generosidad o por estupidez? ¿Qué habrán de darnos quienes ya disfrutan de la parte que les ha correspondido?
El rey pretende quedarse con cien caballeros. Gonerill le propone que sean cincuenta, si su pretensión es vivir con ella. El rey se resiste –como un niño a quien amenazan con quitarle sus juguetes– y Regan, la otra hija, todavía aprieta más. Le propone que para ir con ella, el número de caballeros no debe ser superior a veinticinco. El viejo rey, "niño" al fin, se resiste y su "inmadurez" todavía produce una agresión nueva, escupida por la boca de Gonerill, que ya no ofrece cincuenta y que cuestiona, malévola:
"Mi Señor
¿Y qué necesidad tenéis de veinticinco, de diez o de cinco,
para que os acompañen a una casa donde el doble de ellos
tienen la orden de serviros?"
En ese preciso instante se produce el grito, la sentencia que todos conocemos, y que hoy me hace reflexionar:
"¡No razonéis la necesidad!"
Es el destino del desposeído. No solo no tener lo que antes tenía –acaso con abundancia–, sino no tener nada. No tener derecho a tener nada. Que resulte vergonzante que el desposeído “necesite” algo. Por qué y para qué tiene un desposeído que necesitar algo, habiéndose inventado el mundo eso que llaman caridad, que casi siempre resulta ser desprecio. ¿No le suena a Vd. eso de: "Mira a ése, no tiene un euro, pero ahí está en el bar: a él que no le quiten sus cafecitos con los amigos"? O eso otro que hace poco vi cuando un mendigo, sentado en el suelo, acompañado por dos perros tiñosos, sacó de pronto un teléfono móvil… –"¿Dígame?"– pudimos oír, atónitos. Y luego, eso otro que espetó un respetable caballero: "Ahí lo tienen Vds. Ahí está él. Mendigando… Pero eso sí, que el móvil no le falte. ¿Para qué querrá un móvil un mendigo?".
Para nada. Claro está. Acaso para poder decir lo único que puede hacer un mendigo, en su miserable estado. Para poder decir: "¿Dígame?". Que no es poco, para un desheredado.
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